
El 23 de marzo de 1369, el militar Bertrand du Guesclin sujetó a Pedro I (el Justo o el Cruel, según sus puntos de vista) cuando estaba enzarzado en cruenta pelea con su hermano Enrique de Trastámara. Fue, según narran las crónicas, el momento en que Enrique aprovechó para apuñalar al monarca, como se ve, de manera aventajada dada la ayuda recibida. Y fue también cuando, según consideran los historiadores, Bertrand du Guesclin pronunció la famosa frase: “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”. De donde se deduce que, en realidad, al soldado le importaba menos o nada quién reinase, pero se debía a quien le pagara su soldada.
La fidelidad hasta consecuencias tan lesivas, interés mediante, puede no referirse solo a un beneficio económico. Hay otros variados escenarios en los que se puede desarrollar. Por ejemplo, esperar un reconocimiento posterior que se plasme en un cargo o en una prebenda, por convicción ideológica o interés corporativo o, simplemente, para satisfacer la propia vanidad ante quienes te hacen ese reconocimiento, mucho más en los tiempos que corren en los que las redes sociales pueden ensalzarte o demolerte en el concepto público en cuestión de horas.
También puede suceder que el acto a realizar sea en agradecimiento a un favor anterior. No es difícil asumir que hay regalos envenenados, que obligan de por vida al obsequiado a favorecer a quien le hizo la merced. Bertrand du Guesclin no tuvo reparo en colaborar para quitar la vida al oponente de su benefactor, él sabría por qué.
No es un caso extraño. Probablemente sea un antecedente conocido de la figura del sicario, tan frecuente en el crimen organizado. También puede tener connotaciones próximas a la del verdugo, si bien en este caso se trata de una profesión reconocida y sus jefes están identificados, muchas veces con el propio Estado.
Tipos sin escrúpulos
Pueden imaginar que, por mis más de tres décadas como juez de instrucción, he tenido ocasión de conocer a muchos sujetos de las características de Du Guesclin. Gente que ha superado el tabú de liquidar a otro ser humano ya sea física, emocional o civilmente y lo ha convertido en un oficio del que vivir. Por supuesto, son tipos sin escrúpulos.
Los hay en todas las profesiones. En la política desde luego. Tránsfugas y traidores han existido siempre, aunque algunos lo justifican diciendo que es la evolución natural de las cosas, de modo que, conforme se cumplen años, te haces más sensato y, por ende, más conservador o ultraconservador. Que se lo digan a Donald Trump o a ciertos políticos en otro tiempo progresistas y ahora más próximos a la derecha en España. También muchos periodistas pecan a veces de este mal. Y se ven en el área que más conozco, la de los juristas. Incluso entre aquellos de reconocido prestigio. Hay personajes de esta índole en bufetes de provincias, nacionales e internacionales. Por supuesto, entre jueces y fiscales también se parapetan no pocos bajo la toga, tanto en los juzgados más pequeños como en las más altas instancias.
Son individuos que se ponen de acuerdo en agredir a otro. Unos lo sujetarán mientras el elegido por el grupo se dedicará a darle golpes hasta que sangre por la nariz, su honorabilidad se cuestione o se ponga en tela de juicio su profesionalidad. Ya vapuleado, el resto del colectivo se ensañará con su víctima hasta dejarla inane, destruida o desprestigiada. Son modos pandilleros conocidos. Mientras tanto, el supuesto ofendido y verdadero cerebro e impulsor de la somanta, se limitará a contemplar la acción desde la sombra para luego repartir premios entre sus palmeros.
Estas palizas no siempre son físicas, sino que se propinan con mazazos y golpes jurídicos, empleando las normas o los procedimientos legales en función del interés concreto que se quiera defender, ajeno casi siempre al genuino del proceso, y contra quien se quiera utilizar para destruirlo. A este modo de proceder se le llamaba en el Derecho Romano, y así reconocido por la jurisprudencia española (entre otras, STS 16/04/2010), “pactum scaeleris”, que, más o menos, viene a significar en castellano acuerdo entre delincuentes, el pacto de sangre, concierto mafioso o cualquier otra denominación similar que sea apropiada al caso.
Argumentos disparatados
No quisiera yo sembrar el más mínimo atisbo de comparación alguna con los componentes de la Sala de Apelaciones de la Sala Segunda (Penal) del Tribunal Supremo que ha resuelto el recurso sobre la nulidad de la entrada y registro en el despacho oficial del Fiscal General del Estado que ordenó el magistrado instructor delegado Señor Hurtado, a los que dispenso el respeto que se merecen y se han ganado. Pero discrepo profundamente de su fallo sobre la legitimidad y corrección de aquella medida ejecutada a final de octubre de 2024, por cuanto sí se violó el derecho fundamental del señor FGE a su intimidad y al propio secreto y reserva debidos por la calidad del material sensible ocupado y la medida fue desproporcionada (ocho meses de extensión, luego reducidos a una semana, 8 marzo-14 marzo 2024), no se subsana con una corrección ejecutada una semana más tarde, porque el daño ya se produjo y consolidó con el allanamiento y acceso de la UCO a ese material.
La decisión confirmatoria más bien parece una medida de apoyo corporativo al instructor, cuando debería haberse declarado nula, según la propia jurisprudencia de la Sala Segunda sobre el particular, que una corrección profunda de una instrucción errática desde el comienzo.
Personalmente, este tema se me representa como un dejà vu por la utilización de maniobras parecidas a las utilizadas contra mí que dieron como resultado una inhabilitación para ejercer mi carrera profesional de juez por 11 años. En este mundo paralelo pero muy parecido al real, una serie de personajes y colectivos muy cuestionables señalaron en sus denuncias diversos delitos imaginarios que una serie de jueces admitieron como probables (los mismos que luego intentarían juzgar el fondo, si no es porque una Sala Especial se lo impidió), y allí empezó la tunda con los argumentos más disparatados. En la lejanía, los favorecidos por aquella defenestración (el PP y otros) se frotaban las manos al ver cómo había funcionado la estrategia y cómo se quitaban de encima a un servidor público muy incómodo. Por supuesto, todo esto es “pura elucubración” sin ánimo de ofensa alguno.
¿Qué se busca?
Esta representación se ha hecho presente al conocer uno de los últimos autos del magistrado instructor delegado, Ángel Hurtado, reconocido funcionario de la Justicia a quien su celo le ha llevado ya en varias ocasiones a corregir la frenada y reconducir la instrucción, eso sí, después de haber vulnerado derechos fundamentales de los investigados.
El objetivo de la falsedad de ese jefe de gabinete no era sino intentar salvar la cara a la persona unida sentimentalmente a su presidenta quien al parecer habría reconocido –a través de un escrito de su letrado– la comisión de hechos presuntamente delictivos”. Como saben, el magistrado dice investigar si el Fiscal General del Estado filtró o no filtró un correo con unos datos previamente publicados en los medios informativos y que obraban en poder de un número considerable de personas. Todo ello después de que el FGE rebatiera una mentira que afectaba al honor de los fiscales con la transparencia y la inmediación que nos merecemos en una sociedad democrática para evitar la manipulación auspiciada y generada al parecer por el jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid. El objetivo de la falsedad de ese jefe de gabinete no era sino intentar salvar la cara a la persona unida sentimentalmente a su presidenta quien al parecer habría reconocido –a través de un escrito de su letrado– la comisión de hechos presuntamente delictivos en contra de la Hacienda Pública.
En este auto de 25 de febrero de 2025, el juez se re]ere al borrado de datos del móvil o móviles del FGE, asunto que, al parecer y por su reacción, ha molestado mucho a su señoría, a los colectivos ultraderechistas demandantes, a la acusación particular, a los medios afines y al PP que lo restriega abundantemente en cada comparecencia pública. El Fiscal General ha explicado, incluso en sede parlamentaria, de forma clara y contundente, las razones de ese borrado y que en síntesis se concreta en la necesidad de absoluta reserva de su contenido porque se re]ere a hechos, datos, personas y material que, por razón de su cargo, afecta a la propia seguridad nacional.
A pesar de que ello era evidente, el instructor no adoptó ninguna medida de prevención al respecto o para reservar datos de personas ajenas a la causa. La verdad es que tanta insistencia de todos los citados por conocer qué se guardaba en estos dispositivos me hace sospechar que se persigue no tanto los supuestos datos, por demás inexistentes e improbados, que se re]eren a los presuntos delitos cometidos por el denunciante, sino llanamente conocer algunas de esas cosas especialmente sensibles que el servidor público intenta a toda costa preservar, como es su obligación.
Sin relevancia penal, pero… Lo que hace el juez es algo que cualquier juez de instrucción, desde su primer destino tras su paso por la Escuela Judicial, sabe que no se puede ni se debe hacer en una investigación penal: mostrarse visiblemente molesto con una de las partes y expresar determinadas valoraciones inapropiadas en contra de la misma, porque con ello ha perdido su imparcialidad y se ha transformado de juez en parte acusadora.
En el auto de referencia, afirma (cito) que “carece de relevancia penal que un investigado llegue a hacer desaparecer pruebas (término incorrecto e impropio en una instrucción en la que solo se manejan indicios, datos, elementos, documentos, mientras que es en el juicio oral donde se practican las pruebas) que le puedan incriminar; pero que, así sea, tampoco se debe ignorar que no tenga incidencia en el desarrollo de una instrucción penal” (añadido innecesario que despierta cierto tufo de cabreo y parcialidad).
El magistrado insiste en que, “en el caso de la presente Instrucción, es una evidencia que el investigado ha hecho desaparecer pruebas (nuevamente, hablar de pruebas demuestra la obsesión del instructor por adelantar acontecimientos y dejar sentado, cual si de un juicio oral se tratara, su “sentencia definitiva”) que podrían encontrarse en sus terminales móviles, y, aunque ha dado distintas explicaciones para hacerlo, de haber mostrado algún grado de colaboración con el esclarecimiento de los hechos bien podía haberlo comunicado antes de llevar a cabo tal desaparición (barbaridad jurídica en un juez que debe guardar imparcialidad, ¿cómo pedirle colaboración al investigado sobre hechos que el mismo instructor le imputa?
¿Dónde queda el derecho a la defensa y la presunción de inocencia?) Y no aprovechar para realizarlo el día 16 de octubre de 2024, cuando es notorio que este Tribunal Supremo se declara competente para conocer de la causa, a raíz de auto de 15 de octubre”. (Ninguna restricción existía, ni ninguna diligencia estaba acordada en ese momento que impidiera tomar las decisiones que el afectado considerara oportunas, además de constituir un juicio de valor que demuestra la parcialidad y el cabreo porque, a pesar de sus indagaciones, no ha encontrado ningún elemento incriminatorio y todo lo fía a las afirmaciones y valoraciones muy cuestionables de la UCO. Es decir, la propia inoperancia y prospección en la Instrucción la revierte contra el investigado).
El magistrado, inasequible al desaliento, recuerda que, así las cosas, se ha acordado la práctica de determinadas diligencias de instrucción para tratar de recuperar pruebas (otra vez) para lo que “ha sido necesario acudir a la realización de una serie de medidas de investigación tecnológica en búsqueda de los dispositivos móviles con los que se presume que ha desplegado su actividad delictiva (ni siquiera coloca bien el orden gramatical de la frase, incidiendo en la misma parcialidad reseñada) en las que, previsiblemente, el propio investigado debió haberse representado la posibilidad de encontrar datos relativos a terceros, que no había razón para descartar que ofrecieran información que contribuyese a ese esclarecimiento de los hechos”. (Sin comentarios. Presunción, prohibida en el derecho penal. De nuevo, revierte su obligación de investigar sobre el investigado y le reprocha que no lo haga) ¡Madre mía!
El despropósito jurídico del instructor lleva al asombro. ¿De qué pruebas hablamos? Si el acto del borrado no tiene relevancia penal ¿a qué le da tanta entidad el magistrado?
¡Ah! ¡Que puede tenerla en el desarrollo de una instrucción penal! O sea, por si acaso, ¿o está preparando el camino? Para más sospechas, el FGE borró sus datos sin avisar –a traición– cuando el Supremo se declaró competente para conocer de la causa. Pues menos mal que lo hizo, porque toda la retahíla de denunciantes, medios informativos y políticos del PP se han preocupado de ir contando todo lo que han pillado, haciendo públicos, sin ir más lejos, datos, direcciones y teléfonos de personas ajenas a esta historia. Y vamos a ver: ¿desde cuándo el acusado tiene que aportar las pruebas? Para el juez está claro que el Fiscal es autor de un delito, y si no es así, que venga Dios (la Sala II) y lo vea. ¡Viva la imparcialidad del juez! Y ¡Muera la presunción de inocencia!
Fuegos fatuos
Es loable el empeño de los jueces en conseguir que todo el peso de la ley caiga contra los investigados, siempre que haya indicios contra ellos, pero no lo es tanto cuando los hechos demuestran que, desde el comienzo, se tienen seleccionados los objetivos. En este caso, olvida su señoría que existe la presunción de inocencia y que, hasta el momento, la instrucción que con tanto denuedo realiza y tanto aspaviento se ventea en los diferentes ámbitos mencionados, no aporta dato fehaciente que indique culpa, más allá de convicciones, elucubraciones y fuegos fatuos.
Volviendo a mi inicio y en una comparativa que no pretende tener nada que ver con los hechos judiciales citados, a lo que parece, Bertrand de Guesclin no necesitó de tantas reflexiones. Agarró al rey con firmeza y lo puso a tiro de su rival. Claro que eran modos distintos, más directos, aunque no menos elaborados. Sería nombrado condestable, si bien, más adelante, tras sus campañas contra los ingleses, se le trataría como traidor y dicen que le abandonaron amigos y parientes. Falleció de disentería. Como legado, dejó su táctica, que triunfó en la Guerra de los Cien Años. Se denominó estrategia de “tierra arrasada”, ya que dejaba al enemigo sin recursos, debilitado por el hambre y la enfermedad. Era entonces cuando realizaba los ataques mediante operaciones de hostigamiento dicen los historiadores– “llevadas a cabo con unidades pequeñas, profesionales y altamente móviles.”
Sobre Bertrand de Guesclin se podría concluir con el verso del Mío Cid, que resume –en mi opinión– lo que ocurre con estas personas que aseguran no optar por ideologías o partidos, pero se muestran leales a quienes les favorecen: “¡Dios! ¡Qué buen vasallo si tuviese buen señor!”