Es innegable que estamos viviendo un desconcierto nacional. Por vez primera en las cuatro décadas de vida constitucional, un ejecutivo envió al Congreso Nacional un proyecto de ley con cientos de reformas en muy dispares materias, de imposible tratamiento conjunto en las Cámaras y que, además –salvo algunas extravagancias- implicaba una regresión total en el dificultoso y accidentado camino de construcción de un Estado de bienestar en la República Argentina.
Por otra parte, si bien en estas décadas se abusó de los decretos de necesidad y urgencia, también por vez primera un ejecutivo pretende legislar en decenas de materias por esa vía, invocando una necesidad solo existente conforme a la ideología del más radical fundamentalismo de mercado sostenida por el propio ejecutivo.
Esa es la ideología política de los economistas enemigos del “New Deal” de Roosevelt, cuyos fundadores fueron Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises. Este último, en un librito publicado en 1956 (“La mentalidad anticapitalista”, ed. Madrid, 2011, p. 81), escribió algo que merece leerse con atención: “Se parte siempre de un error grave, pero muy extendido: el de que la naturaleza concedió a cada uno ciertos derechos inalienables, por el solo hecho de haber nacido”. Se trata de una insuperable síntesis contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y de todo el derecho internacional consiguiente, incorporado a nuestra Constitución (inc. 22º del art. 75).
Sobre los efectos del decreto de marras (transporte, hospitales, alimentación, medicina, hospitales, capital estatal, etc.) es innecesario abundar. Además, su eventual legitimación legislativa caería o bordearía la previsión del art. 29 constitucional; por otra parte, las amenazas a los gobernadores no solo ponen en duda la Constitución, sino los propios “pactos preexistentes” del Preámbulo, en un insólito rebrote de unitarismo. En síntesis: vivimos una velocísima regresión en cuanto a la institucionalidad republicana y federal, al modelo de Estado de bienestar y a los Derechos Humanos.
A lo anterior debe agregarse la falsificación de nuestra historia, afirmando que nuestra Patria era una “potencia” bajo el régimen fraudulento de la oligarquía proconsular de los intereses imperiales británicos, cuya “decadencia” habría empezado con los gobiernos populares, es decir, con la “ley Sáenz Peña” y la elección de Hipólito Yrigoyen por la “chusma”, como llamaban al pueblo en ese tiempo. La ametralladora de urgencias nos hace reparar poco en esto, pero es menester subrayarlo, porque se trata de una tentativa de demolición de nuestra identidad nacional: de no tener claro de dónde venimos, podemos retroceder creyendo que avanzamos.
A lo anterior se suma un arrastre no resuelto de condenas políticas conforme al llamado “lawfare”, legitimado por las cúpulas judiciales, producto de una absurda estructura institucional que nadie se ocupó de corregir: veinticinco posibles interpretaciones diferentes de los códigos, sin una casación unificadora; jurisprudencia constitucional no obligatoria (sin el “stare decisis” del modelo norteamericano) y la Corte Suprema más reducida del planeta. Tampoco nos faltó en Jujuy una magistratura de parientes que desde hace ocho años mantiene secuestrada como presa política a Milagro Sala.
Muchas veces los argentinos creemos que los problemas son solo nuestros, o bien que son más graves o que no tienen nada que ver con otros. Olvidamos que nuestros problemas se engarzan con los mundiales y los de nuestra América. Basta leer un diario con un mínimo de crítica racional, para percatarse de que campea en el mundo una generalizada hipocresía –o cinismo- que proclama la paz y practica la guerra.
Siempre se supo que las normas no pasan del “deber ser” al “ser” en forma automática. Kelsen distinguía entre “vigencia” y “eficacia”: las normas están “vigentes” si fueron sancionadas por los organismos con capacidad de legislar, pero son “eficaces” en la medida en que se las observa. Pues bien, en el mundo actual el derecho internacional está “vigente”, pero es obvia su flaca “eficacia”. Salvadas las distancias, es posible afirmar que, como fenómeno jurídico, lo mundial no es algo muy diferente a lo local: nuestra Constitución está “vigente”, pero pierde “eficacia”. En esta circunstancia, el ciudadano argentino -y del mundo- interroga a los juristas: ¿Para qué sirve el derecho?
Por mucho que agucemos el oído, no logramos escuchar las respuestas de nuestras academias jurídicas, porque son demasiado débiles o directamente no se emiten. Si bien estamos insertados en un mundo de guerras, de dominio financiero y de acelerada alteración del medio ambiente y consiguiente peligro para nuestra subsistencia humana, cada región sufre estas consecuencias de modo parcialmente diferente. La magra respuesta del mundo académico no es solo argentina, sino también regional. Cabe preguntarnos si acaso en nuestra América las normas registran mayor eficacia, si somos los argentinos una excepción o si el impacto de la ineficacia mundial no alcanza en la región los niveles que nosotros registramos.
Es suficiente un rapidísimo sobrevuelo para descartar cualquiera de estas hipótesis. Tuvimos un episodio cercano a los “golpes de Estado” del siglo pasado en Bolivia, con la grosera intervención del secretario general de la OEA, en que Evo Morales salvó milagrosamente su vida. El episodio costó la muerte de decenas de víctimas, incluso mujeres y niños. Si bien no hubo demasiada complicidad judicial abierta, los jueces fueron coaccionados por grupos civiles armados que incluso llegaron al extremo de amenazar con violar la inmunidad de la sede diplomática mexicana.
En Ecuador, el inescrupuloso corrupto Lenin Moreno apeló a un plebiscito inconstitucional para remover y nombrar jueces “interinos” que condenaron en el “caso Sobornos” a Rafael Correa y a su gabinete, en una sentencia que es ejemplar en el género del “lawfare”: miles de fojas para invocar en pocas líneas algún autor alemán y prescindir de la valoración de la prueba para cada supuesto partícipe, culminando con la condena del propio Correa por “influjo psíquico”. No faltó tampoco un cuaderno, escrito en un vuelo de Guayaquil a Quito de veinte minutos por una “memoriosa” con cifras precisas. En un proceso contra Cristina Kirchner en nuestro país, también hubo “cuadernos”, aunque aquí resucitados de sus cenizas, al parecer no como el Ave Fénix, sino como el “gato Félix”. El proceso ecuatoriano continuó hasta caer en un caos que hizo del país un paraíso mafioso, tanto bajo el gobierno de Moreno como del banquero sucesor, que disolvió el parlamento que lo investigaba por vínculos con la delincuencia organizada. Bajo estos dos gobiernos el índice de homicidios saltó de seis por cien mil habitantes a más de treinta en la actualidad. Sus cárceles están tomadas por mafias, que asesinaron a más de quinientas personas.
En Perú, el parlamento fujimorista destituyó al presidente Pedro Castillo sin seguir los pasos constitucionales y sin escucharlo. Castillo fue el primer ejecutivo serrano, en un país donde es ancestral –sabido desde los tiempos de González Prada- el racismo de la costa hacia la sierra. Para no irse como un inútil ante su electorado, emitió un discurso ordenando la disolución del parlamento, como mera proclama antes de ser destituido, plenamente consciente de que nadie le respondería, y de inmediato lo detuvo su propia custodia. En el código peruano la tentativa imposible es impune y la rebelión consiste en “alzarse en armas”. Nunca podía alzarse ni una honda, pero ahora le piden treinta años de prisión, la usurpadora presidencial ordenó una represión que provocó cuarenta muertos, el genocida Fujimori fue liberado y Castillo sigue preso, impedido de comunicarse con su familia, en una celda sin sol.
En esta lista no es posible dejar de recordar el secuestro –por militares encapuchados- del presidente Zelaya en Honduras en 2009, su traslado forzado a Costa Rica, la falsificación de su renuncia “aceptada” por los legisladores, la designación de un presidente que no estaba en la línea sucesoria y la legitimación de este golpe de Estado por la cúpula judicial. No menor gravedad tuvo el acelerado juicio político con que se destituyó al presidente Fernando Lugo en Paraguay en 2012. Pero el colmo en materia de destituciones por juicio político tuvo lugar contra la presidenta de Brasil -Dilma Rousseff- en 2016, acusada de supuestas irregularidades administrativas, cuando había actuado al igual que todos los gobiernos anteriores. Seis años después, el Ministerio Público declaró la inexistencia de delito. La maniobra parlamentaria fue instrumentada por su vicepresidente –que se apresuró a sancionar la “flexibilización laboral”- y por legisladores luego procesados por sus verdaderos delitos.
Los hechos posteriores en Brasil no son menos graves: Sergio Moro, un descarado juez “estrella”, se declaró competente en todo el territorio, sin prueba alguna procesó a Lula da Silva por una supuesta dádiva -un reducido departamento en una playa poco cotizada-, dispuso su prisión preventiva declarando con total impunidad que lo hacía en razón de sus “íntimas convicciones”, con lo cual consiguió su proscripción política en base a una sentencia no firme, lo que abrió el espacio para el triunfo de Bolsonaro, que se apresuró a nombrar a Moro como ministro de justicia, hasta que lo echó al caer en la cuenta de que buscaba sucederle. Las insólitas amenazas de Bolsonaro al Tribunal Supremo, presumiendo que no legitimaría su proyectado golpe de Estado, decidieron al máximo órgano judicial a anular –mejor tarde que nunca- todo lo actuado por el mentado Moro, que ahora elude a la justicia amparado en sus fueros de senador.
Recientemente, la fiscalía de Guatemala intentó una sucia maniobra de “lawfare” para impedir la asunción del electo presidente Bernardo Arévalo, desgranando varias imputaciones a su partido político y al propio electo, lo que motivó un escándalo de tales proporciones que incluso los tradicionales aliados internacionales de la vieja oligarquía guatemalteca se vieron obligados a alertar acerca de la maniobra, posibilitando finalmente que Arévalo asuma la presidencia en la forma constitucionalmente programada en enero de este año.
En este momento el fiscal que cesa en estos días en Colombia, entre otras maniobras de “lawfare”, suspendió a un ministro, en función de una extraña competencia supuestamente “administrativa” que fue en su momento censurada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, justamente en el caso de Gustavo Petro que, en una clara operación de persecución política, había sido “suspendido” por ese órgano en sus funciones de alcalde de Bogotá, imputado de supuestas irregularidades en la recolección de residuos. El fiscal debe ser nombrado por la Corte Suprema de una terna enviada por el ejecutivo. No obstante, este tribunal no lo ha hecho, de modo que de momento lo deja a cargo de funcionarios que, al igual que el saliente, responden al anterior gobierno de Iván Duque quien, como se sabe, fue siempre obediente a los intereses del poder financiero transnacional. Petro es el primer presidente de Colombia que pertenece a un partido progresista y que lleva a cabo denodados esfuerzos para llegar a acuerdos que acaben de una buena vez con las largas décadas de violencia que trastornan la vida política y la sociedad colombiana. Del mismo modo, ha regularizado las relaciones con Venezuela, poniendo fin al riesgo de una confrontación.
Además de lo expuesto –que no pasa de ser ejemplificativo-, lo cierto es que Venezuela es víctima de un “bloqueo” por parte de Estados Unidos, quien amenaza con sanciones a cualquier empresa que negocie con ese país, sin importar su nacionalidad. Las características de este “bloqueo” son las de una agresión bélica condenada por el derecho internacional, dado que en cierto momento privó al pueblo venezolano de electricidad, alimentos, medicamentos, vacunas, repuestos, etc., generando una situación de extrema calamidad que ha impedido evitar un número de muertes difícil de calcular y la pérdida de una astronómica cifra de ingresos. No se ahorró ninguna estratagema para reducir a Venezuela a la impotencia, incluso inventando un gobierno títere en el exilio, legitimado mediante presiones internacionales. Si bien en este momento la situación ha mejorado merced a una esforzada gestión, en parte por obra de los agresores en razón de su propia conveniencia geopolítica, no por eso cesa el mentado “bloqueo”, sin perjuicio de la habitual torpeza del secretario general de la OEA, quien en otro momento llegó a prohijar medidas bélicas.
Todo lo anterior nos muestra que la mencionada vigencia normativa de las constituciones y de los tratados internacionales está distante de tener plena eficacia, o sea, que el paso del “deber ser” al “ser” no solo no es automático, sino que, por el contrario, es demasiado problemático. Esta menguada eficacia legitima a los ciudadanos de nuestro país, de nuestra región y del mundo, a dirigirle a los juristas la mencionada pregunta: ¿Para qué sirve el derecho?
Las respuestas pueden variar, no faltando quien afirme que es un instrumento de la clase dominante. Es curioso: esta es una respuesta frecuente desde el marxismo pero, en el terreno fáctico, la confirman los fundamentalistas del mercado, quienes con toda soltura admiten que, precisamente, así lo quieren ellos, tal como lo sintetizó magistralmente Ludwig von Mises en las líneas antes citadas.
Sin embargo, una mirada más atenta permitirá verificar que el “deber ser”, por sí mismo, cumple una función importante y, por eso, tampoco es fácil el avance de la mera vigencia. En otros tiempos, la dignidad de la persona y de la naturaleza era cuestionada como simple “ideología”, en el mal sentido de la palabra. Incluso era menester apelar a algo “supralegal” mediante algún “derecho natural” discutible. Ahora nadie puede negar que se trata de “derecho” positivo y vigente, al menos como “deber ser”. Quien viola la norma puede ser señalado como infractor y, además, sabe que actúa ilícitamente, aunque lo niegue y racionalice su negativa.
Es verdad que, fuera del plano discursivo, de poco vale esto cuando no existe algún modo de aproximar el “deber ser” al “ser”. De esto se percató Rudolf von Jhering, el teórico que formalizó en el siglo XIX la metodología interpretativa de las leyes, por comparación con el método químico: en un primer paso se descompone el texto en “elementos” intocables (“dogmas” los llamó) y luego se reordenan construyendo un “sistema” no contradictorio. A este método, dominante con variables en la tradición europea continental, lo llamó “dogmática jurídica”, precisamente debido a la intangibilidad de los elementos legales.
Pero todo esto no salía del plano normativo, es decir, de la “vigencia” u ordenación lógica del “deber ser”. Y fue el propio Jhering quien se sintió encerrado y ahogado en su propia red. Por eso, a poco publicó un libro llamado “Der Kampf ums Recht” (“La lucha por el derecho”), donde destaca que los derechos se obtienen por lucha –no por graciosa concesión del príncipe- y que las generaciones que no lucharon por obtenerlos, muchas veces los despilfarran, como aquellos herederos de fortunas que nada hicieron por acumularlas.
Esto último es la clave: el derecho es lucha (o no es nada). Primero es lucha por la vigencia de la norma y luego por su eficacia. La primera legitima el reclamo de la segunda, pero ambas son pasos de lucha, que es su esencia última. No podemos concebir al derecho sino como una continua lucha política en pos de un creciente respeto a la dignidad humana, a la vida, a la elección existencial de cada quien, a un existir en coexistencia, al creciente respeto a la naturaleza de la que es parte. Se trata de una lucha con avances y retrocesos, en cualquiera de sus dos momentos: con el “deber ser” se fija el objetivo estratégico; en el segundo momento se arbitran las tácticas para que lo que “no es como debe ser” vaya siendo como “debe ser”.
Los pueblos de nuestra América conocen de estas luchas desde hace más de medio milenio, saben de resistencias y de tácticas en pos de estos objetivos estratégicos: eso es la lucha por el derecho, aunque muchos no la reconozcan como tal. La respuesta que los juristas, confundidos en las “epistemologías del norte”, muchas veces no saben dar, en nuestra América la proporcionan los pueblos conforme a su largo entrenamiento: el derecho sirve para resistir y luchar.
En esto no deben confundirnos algunas respuestas que pretenden la total “objetividad” del derecho, su “neutralidad”, “imparcialidad política”, “asepsia”. El derecho nunca puede ser de ese modo, porque el avance en su eficacia siempre se logra venciendo la resistencia de los privilegios. Su decoloración política lo reduce a una lógica normativista no solo incapaz de impulsar su eficacia, sino exactamente funcional para desvirtuarlo como instrumento de liberación y degradarlo a la condición de instrumento de dominación.
Además, este vaciamiento esencial no es inocuo, sino altamente peligroso, porque al dejar sin respuesta al ciudadano, lo invita a considerarlo inútil y a arrojarlo lejos, como cualquier herramienta inservible, con lo cual solo le deja como alternativa de lucha la violencia que, entre otras desventajas -incluso en caso de éxito- tiene la de provocar el mayor número de víctimas entre los más vulnerables. Por eso, debe quedar claro: el derecho es lucha y el actual panorama mundial, regional y nacional, lejos de desanimarnos, debemos valorarlo como el desafío de nuestra hora y a cuya altura se nos exige estar.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2024.
Fuente: La tecla Eñe