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“Para privatizar el Estado los fascistas, está en su manual, tienen, primero que todo, que confundir: todo es un complot y todos son zurdos de mierda o wokes. Todas las izquierdas, claro, pero también las derechas cuando son democráticas y liberales”.
Sembrar tragedias. Eso ha hecho históricamente y sigue haciendo el fascismo por el mundo. En Chile, cuando gobernaron en los ochentas, al júbilo de la jubilación lo convirtieron en la tragedia de envejecer, y metieron a la fuerza a todo un país en la ruleta de las AFPs. Hoy, quieren gobernar otra vez para quitar los derechos reproductivos a las mujeres y convertir su cuerpo y la infancia en otra tragedia. Lo que está pasando en Texas es un buen ejemplo de lo que quieren hacer en Chile los líderes de esa extrema derecha que hoy lidera las encuestas. Ahí, el gobernador Greg Abbott, Republicano y del círculo del Presidente Trump, implementó en 2021 duras leyes para perseguir a las mujeres que tenían que abortar. Hoy esa prohibición ha disparado la mortalidad materna en un 55% y la infantil en casi un 23, según datos del Gender Equity Policy Institute y de la Universidad John Hopkins. Eso es lo que trata de hacer el fascismo cuando gobierna, convertir la vida en la tragedia de haber tenido que nacer, como dijera Cioran.
Una de los problemas que tenemos en este punto es conceptual, porque no toda derecha ni toda violencia política es fascista. Nosotros nos plegamos a la definición del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, cuando dijo, en su Mensaje al Congreso en contra de los monopolios, de 1938, que: La primera verdad es que la libertad de una democracia no está segura si el pueblo tolera el crecimiento del poder privado hasta un punto en que se convierte en más fuerte que su propio Estado democrático. Eso, en esencia, es el fascismo: la propiedad del gobierno por parte de un individuo, por un grupo o por cualquier otro poder privado controlador.
Para privatizar el Estado los fascistas, está en su manual, tienen, primero que todo, que confundir: todo es un complot y todos son zurdos de mierda o wokes. Todas las izquierdas, claro, pero también las derechas cuando son democráticas y liberales. Hoy, la campaña de confusión del fascismo es declarar, por ejemplo, que quieren llegar al ejecutivo para destruir al Estado violador, pero cuando llegan ahí, hacen lo imposible para transformarlo en fuerza bruta, y esa brutalidad en orden; servirse del Estado y brutalizar las diferencias, para poder negar derechos y restringir libertades. Muy probablemente que, mirado a contraluz, en su palimpsesto, en el Manual para ser un buen Libertario debe aparecer la Doctrina del Fascismo de Mussolini y Gentile de 1932.
Por eso invitamos a la izquierda a dos cosas. Primero que todo, a no ser antiwoke, porque a) hay que defender los avances en equidad y en derechos de las mujeres y de los grupos LGBTI, que, sin lugar a dudas, han hecho de este un mundo mejor; y b) porque en la idea de lo “antiWoke” se pusieron los fascismos contemporáneos, y contra ellos sí que tenemos que hacer una separación cultural a rajatabla. Sin embargo, y esta nuestra segunda invitación, debemos abandonar también la dimensión woke de la reivindicación de la diversidad. Vemos por todas partes que muchos movimientos políticos están botando el agua sucia de progresismo-posmoderno con la guagua adentro. Con las conquistas del feminismo adentro. Con las conquistas de la ecología. Con las conquistas de los Derechos Humanos. Eso lo tenemos que atajar. Es lógico porque, de tanto balcanizar las subjetividades se nos olvidó, no a nosotros, pero si a las izquierdas que llegaron al poder durante la última década, la que debe ser la conquista identitaria de los progresismos, que son las luchas por conquistar relaciones político-económicas justas. Conquistar el Estado para eso. Luchar por el fin de la desigualdad socioeconómica como eje del orden y como cemento perverso de la sociedad. O, como lo dijo mejor Roosevelt, y valga la redundancia: que la libertad de una democracia no está segura si el pueblo tolera el crecimiento del poder privado hasta un punto en que se convierte en más fuerte que su propio Estado democrático.
Fuente: Interferencia